24 de agosto de 2010

Las patas en la fuente

El día 17 de octubre, desde el Hospital Militar, asistí a los hechos más trascendentales de toda la Revolución de Junio. Ellos llenaron todo mi corazón de argentino y de patriota: la Revolución hecha hacía dos años y cuatro meses por el Ejército había sido comprendida y había pasado al pueblo y, en consecuencia había triunfado. Numerosos camaradas del Ejército y de la Aeronáutica se hicieron presentes y durante toda la mañana disfruté del «perfume de la flor de la lealtad», tan grata al corazón de los leales. Los jefes y oficiales del Ejército y Aeronáutica que repudian la ambición y la deslealtad estaban como siempre en su puesto con el honor y la firmeza de verdaderos soldados. Los amigos estaban también en su puesto y tuve la enorme satisfacción de saber que tenía amigos.
El pueblo trabajador, al que deberé eterna gratitud, estaba en la calle e inspiraba a un poeta del pueblo, el poema de "Los descamisados" que como él y yo sentimos el honor de la pobreza honrada.
Desde mi llegada a Puerto Nuevo no escapó a mi percepción que en Buenos Aires había clima de tragedia. El verdadero pueblo estaba en la calle y había desaparecido, como por encanto, la turba de lechuguinos y damiselas empingorotadas, que días pasados asolaban la plaza del Prócer Máximo, en un pic-nic «champañero» y revolucionario pero intrascendente para los verdaderos argentinos. Eran los mismos que regateaban sus bienes a San Martín, cuando los gauchos ofrecían sus vidas, que era lo único que poseían. El coloso debió mirarlos desde el bronce, pensando que la historia suele repetirse. Los verdaderos soldados velaban en pie con el arma al brazo los destinos de la Nación desde sus cuarteles, mien­tras algunos «guerreros de club» pretendían aconsejar al Gobierno acti­tudes que ellos eran incapaces de comprender y menos aún de ejecutar. Obscuros personajes de cerebro marchito y corazón intimidado se unieron a esos "revolucionarios de utilería" y completaron el grotesco panorama de una representación de Don Juan del arte decadente y «machietista».
Desde el Hospital Militar percibía los gritos de los trabajadores y mi corazón se llenaba de satisfacción: ellos, en quienes yo había puesto mi fe y mi amor de hermano y argentino, no me defraudaron a mí, como no han defraudado a la Patria, a quien han dado su grandeza con sus sudores germinantes y generosos. ¡Ellos también le han dado todo sin pedirle nada! a semejanza de los grandes de nuestra gesta gloriosa.
Yo debía calmar a las masas obreras que, reunidas en la Plaza de Mayo a usanza de históricas jornadas, reclamaban sólo la libertad del coronel Perón. En vano el general Ávalos, ministro de Guerra, se había expuesto desde los balcones de la Casa de Gobierno, al pretender hablar, a una rechifla general, acompañada de epítetos poco confortantes.
Exigí a las 11 horas que se pusiera en libertad al teniente coronel Mercante, para conversar con él sobre la conducta a seguir. Debía venir desde Campo de Mayo, lugar de su prisión. A las doce horas almorzá­bamos juntos en mi alojamiento. ¡Con cuánto placer abracé a este noble amigo a quien no veía desde el momento en que me embarcaba en la cañonera “Independencia", donde en triste trance, tuve también la dicha de abrazarle y leer en sus ojos el dolor y esa lealtad que es sólo lo que hace grande a los hombres!
Llegó también el general Ávalos, ministro de Guerra, quien conversó sobre la situación y me expresó sus deseos de que hablara al pueblo para calmarlo e instarlo a que se retirara de la Plaza de Mayo.
Al atardecer me llamó por teléfono el general Farrell con el mismo objeto y me visitó el general Pistarini, siempre con el amplio espíritu patriótico que lo anima, y el oportuno consejo de su experiencia y buen juicio. Ello me reconfortó, porque le reconozco a este gran soldado, aparte de sus extraordinarias aptitudes, una hombría de bien jamás desmentida en sus largos años al servicio de la Nación.
Llamé a los dirigentes obreros, consulté con ellos y con ellos me trasladé a la residencia presidencial, donde me esperaba el presidente con su abrazo cordial de siempre. Allí tratamos los pormenores de un arreglo, porque los obreros apreciaban que todos, incluso el general, habíamos sido traicionados por agentes de la oligarquía y exigían en consecuencia la renuncia del gabinete y la eliminación de esos hombres manchados por la traición. Así se hizo, organizando un nuevo Gobierno del cual quedaron excluidos.
A las 23 horas el excelentísimo señor Presidente anunciaba solemnemente, desde los balcones del Palacio de Gobierno, su decisión de satisfacer las justas demandas del pueblo, burlado por los acontecimientos de tan triste memoria para los hombres de corazón bien puesto.
A las 24 horas me dirigí a ese pueblo por el que siento un amor sin límites, porque lo considero la Patria misma. Estaban presentes los "descamisados" y estaban ausentes los "encamisados". La naturaleza con su determinismo irrefutable, había realizado una magnífica selección y todos estábamos satisfechos de ello.
Fue en esas circunstancias cuando la enorme muchedumbre pregun­taba insistentemente: ¿Dónde estuvo? Yo preferí buscar una explicación a lo inexplicable, con el deseo de tranquilizar la masa. Hoy puedo decirlo francamente y agradecer a la inconsciencia de algunos hombres irrespon­sables, que me hayan dado la ocasión de probar una prisión que, en último análisis todo suele enseñar en esta vida. En la existencia de los hombres públicos, suelen aparecer enemigos beneméritos. En la mía hay algunos a quienes nunca agradeceré suficientemente. De lejanas regiones vino uno, prepotente y falaz, para dejar en mis manos la bandera de la soberanía de mi Patria. De mi tierra surgieron otros para entregarme la bandera de la lealtad y hasta apareció uno, a quien el encono lo llevó a la insensatez de hacerme mártir. A todos ellos mi profundo agradecimiento.
Demos gracias a Dios que en su sabiduría y misericordia infinitas haya creado hombres y hombres...

Bill de Caledonia (1945)
(Juan Perón, 1895-1974)